Con mucha emoción quiero compartir con ustedes el primer capítulo de la historia de mi camino espiritual, que escribí hace ya más de un año. Es muy importante para mi porque recoge por una parte las vivencias que mi Padre, al igual que millones de niños y jóvenes pobres en Colombia han tenido que afrontar en el largo conflicto que desangra el país.
Por otra parte, refleja los cambios sociopolíticos de mediados del siglo XX y muchas de las circunstancias que marcaron mi camino espiritual, incluso antes de mi nacimiento.
Espero que disfruten de esta narración y me compartan sus comentarios.
Con amor, para tí papá
Víctor Manuel Ávila, mi padre, es el menor de nueve hermanos. Nació en Paime, una pequeña población del departamento colombiano de Cundinamarca, a 130 kilómetros al norte de Bogotá y allí vivió su infancia en un periodo turbulento de la historia de Colombia, preludio de lo que sería conocido como la época de “La Violencia”, que tuvo lugar entre 1948 y 1958.
No hay certeza sobre las circunstancias exactas que originaron esta sangrienta historia en mi país, pero lo que sí es plenamente aceptado, es que fueron promovidas por la rivalidad políticas y de intereses entre los partidos liberal y conservador. El gobierno de turno provocaba con saña a la oposición empleando discursos fogosos, provocando respuestas como organización de movimientos guerrilleros, grupos paramilitares y corrupción, especialmente en las fuerzas armadas estatales. Los enfrentamientos que tuvieron lugar en la época causaron más de 300.000 muertes, más de 8.000 desapariciones y unos 7,6 millones de víctimas en más de 55 años[1].
Mi abuelo, Rafael Jiménez Suárez, quien fuera médico y alcalde de Paime por el partido liberal, apareció sin vida, cuando mi padre tenía tres años de edad, presumiblemente ahogado al atravesar del río Mancipá, que separa las poblaciones de Tudela y Cuatro Caminos, poblaciones cercanas al municipio donde mi padre nació.
Además de la pobreza y las limitaciones propias en la primera mitad del siglo XX, mi padre también tuvo que hacer frente a la angustia, provocada por la persecución de que era objeto la familia por su origen liberal. Temía ser agredido por los ‘chulavitas’, bandas paramilitares del partido conservador, que vagaban por los caminos veredales de la región y que él debía transitar para hacerle los mandados a mi abuela. Muchas veces, estos delincuentes amenazaban con entrar al pueblo, lo que causaba zozobra en los habitantes quienes temían por sus vidas y sus bienes. Con frecuencia ocurrían matanzas en el campo, por lo que mi padre era testigo de primera mano de la llegada al pueblo de campesinos con los cadáveres de sus familiares o vecinos.
La violencia tocó la vida de la mayoría de las personas que vivían en zonas rurales de Colombia, pero con más saña en algunas regiones. La animadversión que existía entre liberales y conservadores se mezclaba con corrupción, discursos provocadores y ocasionalmente con peleas a puño limpio entre personajes de las clases sociales más altas, quienes se encargaban de contagiar odio y miedo al pueblo, con la colaboración de algunos sacerdotes desde los púlpitos. En las comunidades rurales, este resentimiento se traducía en masacres, incendios de casas, violaciones y otras acciones brutales.
Siendo muy niño, cuenta mi padre, escuchó la historia de una mujer liberal embarazada, a quien su esposo le abrió el vientre y le extrajo el feto para decapitarlo, porque creía que en su ausencia había estado con un conservador: “No vaya a ser que nazca otro hijueputa godo”, habría dicho como epílogo del macabro acto.
Diferenciar a qué partido pertenecían las víctimas de la violencia era imposible. Los bandidos de uno y otro partido, azuzados por sus dirigentes, permanecían ávidos de venganza, por lo que bastaba con que las víctimas fueran señaladas por alguien conocido, que recibieran la orden o simplemente que vieran a alguien que llevara ropa con los colores de uno u otro partido, para que se convirtieran en objetivo para perseguir y eliminar.
La familia de mi padre no estaba involucrada en la política, pero era susceptible de hostilidad y persecución por parte de los conservadores por su cercanía con un exalcalde liberal, mi abuelo ya fallecido, lo que motivó a mi abuela para dar a los hijos su apellido y no el de su esposo. Esta es la razón por la que mi nombre de familia es Ávila y no Jiménez.
Después de la muerte de su esposo, mi abuela vendió los libros y objetos de medicina que él tenía, para reunir así algún dinero con qué estirar los limitados fondos que él había dejado, y así lograr subsistir por más tiempo con sus hijos. Una vez las reservas se acabaron, la familia Ávila se fue a vivir a Tudela ‘corregimiento de Paime’ en una finca pequeña que mi abuela compró, gracias a un préstamo bancario. Allí la violencia era más brutal especialmente en el campo. Frecuentemente llegaban mulas con cadáveres de campesinos atravesados en sus lomos.
Un evento de la infancia que marcó profundamente a mi padre sucedió en aquellos años de luchas atroces entre liberales y conservadores en Tudela, cuando tenía tan solo ocho o nueve años de edad. El gobierno conservador de turno, alertado por la creciente organización de los “cachiporros”, como llamaban a los liberales y a sus bandas paramilitares, que se venían consolidando en el norte del departamento de Cundinamarca, en la zona conformada por las poblaciones de Yacopí, Topaipí, Caparrapí y Tudela, envió a un feroz teniente del ejército que mi padre recuerda como el teniente Guerra, con la misión de “pacificarla”. Para que lograra ese objetivo, le habían asignado un pequeño contingente de soldados, a todas luces insuficientes para cumplir con el encargo, si el infame teniente no hubiera formado su propio ejército paramilitar con docenas de campesinos, a quienes él mismo entrenó para torturar y matar de la manera más salvaje.
Un conocido de mi padre de apellido Rocha, que se encontraba entre los irregulares miembros del escuadrón del teniente Guerra, le contaba acerca de los métodos que usaban para acabar con los “cachiporros”, valiéndose principalmente del machete como herramienta justiciera. Guerra y sus hombres azotaron por meses la región buscando informantes, torturando prisioneros y usando otras tácticas violentas para dar con los nombres de los campesinos que, secretamente, conformaban las bandas de autodefensas liberales.
Un día, justo antes del anochecer, el teniente Guerra llegó a Tudela con su grupo, llevando consigo una recua de reses, caballos y mulas que habían robado en las fincas por las que habían pasado. El teniente de marras dio la orden de buscar un lugar donde sus animales pudieran alimentarse y abrevar, antes de continuar su recorrido. A la mañana siguiente, cuando la cuadrilla se disponía a seguir su camino, el teniente hizo inventario de sus animales y notó que faltaba una mula. Algunos soldados se dieron a la búsqueda del animal, pero como no la encontraron, le informaron la novedad a Guerra, quien furioso en extremo amenazó a los lugareños diciéndoles que si la mula no aparecía, los habitantes del pueblo pagarían la afrenta. De inmediato dio la orden a los soldados que juntaran a los hombres del lugar en la plaza central y que trajeran sogas de los almacenes del pueblo. Estos regresaron acompañados por decenas de hombres que permanecían de pie en la plaza, aterrados escucharon la orden de ser amarrados por el cuello unos con otros. Mi padre por su edad no padeció ese indigno trato, pero sí varios de sus familiares quienes tuvieron el infortunio de hallarse a la vista de los soldados.
“O me dicen dónde está la mula que se robaron o los llevo a todos amarrados de aquí hasta Villagómez” vociferaba el teniente. Mientras lo hacía, los soldados apuntaban con fusiles y ametralladoras a los aterrados habitantes, que temblaban ante la posibilidad de ser víctimas de las amenazas de Guerra, pues la distancia era de unos los 20 kilómetros desde Tudela.
Guillermo, uno de los hermanos de mi padre, sacó valor para dirigirle la palabra al odioso teniente y le pidió permiso para ir con un amigo a buscar la mula en un lugar de difícil acceso, donde sabían que los animales solían perderse. Guerra accedió, no sin antes advertirles que si no tenían éxito, tendrían que unirse al macabro “rosario” humano. Afortunadamente, los chicos dieron con el animal extraviado y lograron la liberación de los vecinos injustamente retenidos. Este sería, sin embargo, un alivio efímero, ya que antes de seguir su camino, el teniente echó mano de unos hermosos caballos que pertenecían a la familia de una hermana de mi padre y anunció que los llevaría hasta Villagómez donde los dejaría, a no ser que alguien fuera con ellos y los trajera de regreso. Guillermo, el valiente hermano que acababa de lograr la liberación del pueblo, no estaba dispuesto a dejar perder los animales, así que nuevamente se dirigió al teniente Guerra y le anunció, que él y mi padre irían con ellos para regresar los caballos.
Los dos niños se dispusieron a recorrer los 20 kilómetros del trayecto a pie, detrás de la tenebrosa comitiva que iba a caballo. Cuando habían avanzado un par de horas, al llegar a Cuatrocaminos, Guerra dividió el pelotón en dos grupos: uno continuaría hasta Villagómez y el otro se dirigiría a Paime. Como uno de los animales hurtados a la familia terminaría en Paime y los otros en Villagómez, Guillermo convenció a mi padre que se fuera con el grupo que se dirigía a Paime que él se encargaría de los demás.
Mi padre recuerda aún, la mezcla de miedo y emoción que lo embargaba al encontrarse sólo, siguiendo al grupo de despiadados asesinos y el valor que tuvo de seguir avanzando sin saber si éstos cumplirían su palabra. El reclutamiento de niños para la lucha armada era una práctica común en ese entonces y que aún continúa en el siglo XXI por parte de los grupos armados ilegales en Colombia. Afortunadamente, esta no fue la suerte de mi padre, ya que pudo regresar triunfante con el caballo del esposo de su hermana. Antes de llegar a Tudela, se encontró con Guillermo, quien lucía imponente sobre una reluciente silla montado en uno de los caballos que se había llevado Guerra. Al preguntarle mi padre por la silla dijo: “Me la regaló el teniente por haber tenido la valentía de irme con ellos”.
Cuando mi padre relató esta historia, me contó del orgullo que para él significó no haberse rendido a su propio miedo y haber sido capaz de sobreponerse para proteger los bienes de su familia. El miedo a la violencia del ser humano y la necesidad de enfrentarlo para impedir la injusticia, serían dos fuerzas muy grandes en su vida. Los episodios aquí narrados juntos con muchos otros que tuvo que vivir, se convirtieron en las pesadillas tormentosas que lo persiguen hasta este momento de su vida. Con frecuencia, en la noche tiene sueños vívidos en los que grita que lo van a matar, pelea con ladrones, actúa como matando animales o pide que agarren a un bandido. De igual manera ha tenido que vivir acompañado de un miedo, a veces irracional, de peligros que acechan en cada esquina, juzgo que la causa es la persecución de la que fue víctima su familia. El miedo se convirtió en una impronta de su personalidad. Por muchos años asumió el rol de protector y vigilante de sus seres queridos, una labor ardua que le sustraería el gozo de la vida, que mayormente estuvo lejos de las penurias de su infancia y en cambio sí, llena de amor y bienestar.
Su valor para enfrentarse a la violencia, experimentada en episodios como el del relato anterior, dotó a mi padre de la capacidad de confrontar la injusticia a pesar del miedo. Algo sin duda admirable pero también peligroso, como quedaría en evidencia varias décadas más tarde cuando con más de 70 años, opuso resistencia a un robo a mano armada que le hicieron cerca a su casa, cuando acababa de retirar una fuerte suma de dinero de una entidad bancaria. Mi padre forcejeó con uno de los asaltantes, defendiendo la chaqueta donde llevaba el dinero, sin importar que era el blanco de un arma de fuego. Los bandidos lograron arrebatarle la prenda y abrieron fuego durante su huida, sin herir a mis padres.
Cabe destacar que muchas personas en Colombia han perdido la vida durante experiencias como esta, así que mis padres tuvieron suerte de resultar ilesos, al menos físicamente. Para ambos representó un trauma psicológico del que mi madre se repuso rápidamente haciendo uso de su usual positivismo, pero para mi padre, el evento significó la materialización de esos sueños lúgubres de antaño y la manifestación de episodios de ansiedad y luego de los síntomas de la enfermedad de Parkinson, que desde entonces lo acompaña.
No es menos cierto que la valentía de mi padre también puso a salvo a la familia en varias ocasiones, no defendiéndonos de eventos violentos como los que él vivió, sino utilizándola para sobreponerse a sus propios vicios, como el cigarrillo antes de mi nacimiento, el licor cuando notó que éste le hacía agresivo con su esposa y el afán de dinero “fácil” que lo acechó y que fue el culpable de la muerte a varios integrantes de su familia.
Pero volvamos a los años 40’s…
La familia de mi padre vivió cinco años en Tudela porque mi abuela resolvió vender la finca y regresar a Paime, donde ella y sus hijos con la ayuda de los presos de la cárcel municipal, construyeron la vivienda. Residir en un municipio violento significaba vivir en constante zozobra. Frecuentemente daban alertas de la presencia de los ‘chulavitas’ en el pueblo, por lo que las mujeres y los niños corrían a esconderse y pasaban noches enteras entre los guaduales cerca al río. Los hombres eran los encargados de cuidar las entradas del pueblo, armados con sus machetes.
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Me dice Chucho el arriero, el que vive en los cañales
Que a unos los matan por godos, a otro por liberales
Pero eso qué importa abuelo, entonces qué es lo que vale
Mis taitas eran tan buenos, a naide le hicieron males
Solo una cosa compriendo que ante Dios somos iguales.
Aparecen en elecciones unos que llaman caudillos
Que andan prometiendo escuelas y puentes donde no hay ríos
Y al alma del campesino llega el color partidiso
Entonces aprende a odiar hasta quien fue su buen vecino
Todo por esos malditos politiqueros de oficio.
“A quién engañas abuelo” Canción tradicional del folclor colombiano.
Arnulfo Briceño
La violencia bipartidista que ya estaba desbordada en buena parte del país estaba a punto de agravarse aún mas con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, candidato liberal a la presidencia de la república, a manos de un pobre desgraciado el 9 de abril de 1948, en la esquina de la Avenida Jiménez con carrera séptima en Bogotá, según algunas teorías, por encargo de la CIA y apoyo del gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez. Este hecho desató la rabia de cientos de simpatizantes de Gaitán, quienes rápidamente dieron con Juan Roa Sierra autor material del asesinato, a quien lincharon y arrastraron hasta las escalinatas del palacio presidencial. Allí se siguieron congregando los enfurecidos seguidores del caudillo caído y ante la posibilidad de un levantamiento popular, el gobierno de Ospina Pérez reprimió violentamente las protestas. El choque de manifestantes con las fuerzas armadas desató tal caos, que culminó con saqueos e incendios en la mayor parte del centro de la ciudad. A estos acontecimientos se les conocería en adelante como “El Bogotazo”.
Niño trabajador
La pobreza reinaba en el hogar de mi padre, situación por la que él y sus hermanos debían ir donde familiares y amigos en busca de mercado y comida. Una hija de mi abuelo fue muy generosa con la familia Avila. Mi padre recuerda que a pesar de la situación de pobreza por la que atravesaban, la familia conservaba la dignidad que le otorgaba el hecho de que mi abuelo hubiese sido médico y alcalde. Las amistades, especialmente de mi abuela, eran las más prestantes de la comarca. “Que no se nos note la pobreza” solía decir mi abuela, quien se esmeraba mucho en las buenas maneras y presentación personal de sus hijos.
La situación tanto de violencia como de pobreza se hizo insostenible en Paime, así que mi abuela tomó la decisión de enviar a mi padre a la casa de una amiga suya que vivía en Bogotá. Tal como millones de campesinos tendrían que hacerlo en las décadas posteriores, mi padre emigró a la gran ciudad en 1949, pasado un año del asesinato de Gaitán, por lo que pudo evidenciar los estragos de la violencia desatada durante El Bogotazo.
Viviendo en Bogotá, mi padre se vio obligado a asumir cualquier trabajo que fuera capaz de realizar: repartidor de productos en la plaza de mercado, aseador en una carnicería donde llevaba domicilios, ayudante en una papelería, cuidador de una finca lechera, almacenista, telefonista y hasta obrero de construcción. En aquel entonces era común que los niños de escasos recursos trabajaran al lado de los adultos en actividades pesadas y a veces peligrosas, siempre y cuando tuvieran la fuerza suficiente para realizarlas.
En esa época, el centro de Bogotá estaba habitado mayormente por personas trabajadoras y honestas, pero en algunas zonas como en la que llegó a vivir mi padre, era común la ocurrencia de robos, peleas, presencia de prostitución y otros problemas típicos de las zonas más populosas de una metrópolis en formación. No era el mejor ambiente para un niño, pero los consejos y valores infundidos por mi abuela, lo mantuvieron lejos de actividades delictivas, no así del alcohol y el cigarrillo, que desde muy temprana edad lo cautivaron y serían por muchos años una constante prueba para su fuerza de voluntad.
A pesar de los esfuerzos cotidianos, la situación económica de la familia no mejoraba, Alipio, uno de los hermanos mayores, de cierta forma su héroe y el familiar más cercano a mi padreen Bogotá, quería convertirse en uno de los cientos de contrabandistas para traer licor, ropa y otros productos desde Venezuela y conseguir así dinero, más rápidamente. El contrabando sería años más tarde la primera actividad delincuencial de Pablo Escobar). El joven Alipio ya conocía los contactos necesarios entre los funcionarios de aduanas y las tácticas para contrabandear todo tipo de productos sin ser descubierto, así que invitó a mi padre a asociarse con él para esta actividad. Es fácil adivinar que mi padre veía en la propuesta una forma rápida y efectiva para salir de la difícil situación económica en la que se encontraban, al tiempo que disfrutaría de una aventura al lado de su admirado hermano, por lo que se comprometió a participar en el proyecto.
El plan nunca se materializó, porque Leticia, una de las hermanas de mi padre, junto con su esposo Octavio, se encargaron de disuadirlo de semejante insensatez, preparando sus mejores argumentos para lograrlo. Como para poder ingresar a Venezuela, mi padre debía tener la libreta militar y no la había solicitado, lo invitaron a su casa en Junín, Cundinamarca, con la excusa de ayudarlo a resolver su situación militar antes de embarcarse hacia el vecino país. Mi padre aceptó gustoso la ayuda y viajó a Junín para recibir la prometida ayuda. Cuando llegó, efectivamente encontró una mano tendida pero el ofrecimiento era diferente: que cancelara su viaje a Venezuela y en cambio, le ayudarían a validar sus estudios de primaria y lo apoyarían para aplicar para una beca en la Escuela Normal para sus estudios de secundaria, además le brindarían protección, compañía y el apoyo necesario para que se convirtiera en maestro rural y como si fuera poco, le ayudarían en la consecución de la libreta militar, con los contactos influyentes de su cuñado.
El plan funcionó, mi padre no pudo rechazar semejante oferta, por lo que terminó viviendo con Leticia, Octavio y sus cuatro hijas en Junín. Allí cursó los cuatro años de educación secundaria que necesitaba para convertirse en maestro rural. Fueron años difíciles para un joven que ya estaba acostumbrado a la conquista, a beber y fumar además de irse de vez en cuando a los puños, pero que se veía obligado a honrar la confianza de Octavio y la de su hermana. Con el beneplácito de mi abuela, mi padre cumplió a cabalmente con la palabra empeñada y abandonó la idea de contrabandear, dejó los vicios y se dedicó a estudiar.
Ya en la Normal, a mi padre se le dificultaba mucho cumplir las estrictas reglas que imponían los religiosos que dirigían la institución educativa y a aceptar la autoridad de maestros tan solo un poco mayores que él. Tuvo problemas con uno de ellos, a quien, por esas casualidades de la vida, también le interesaba una jovencita que mi padre frecuentaba. Cierto día, al llegar al colegio luego de haberse ausentado sin permiso, se encontró en la puerta con el docente en cuestión, que lo estaba esperando. Ante el llamado de atención y la amenaza de hacerlo expulsar, mi padre furioso se le enfrentó, por lo que fue remitido a la rectoría donde el sacerdote encargado le reprochó su actuación, le sacó en cara la beca y lo suspendió por quince días. Este hecho casi termina por frustrar su carrera como docente.
A pesar de la malquerencia de los sacerdotes que regían el colegio y de los profesores, mi padre se había ganado el respeto y el afecto de sus compañeros que lo admiraban por su franqueza y espíritu solidario. También los estudiantes a quienes mi padre enseñó en sus prácticas docentes lo respetaban y querían. Desarrolló talento y amor por la enseñanza y habilidad tanto para escuchar como para asesorar a las personas necesitadas, tanto así que mi padre llegó a contemplar la posibilidad convertirse en sacerdote, para ejercer de esta manera el servicio a la comunidad y, probablemente, hacerlo de mejor manera que esos clérigos retrógrados que había conocido, algunos de los cuales proclamaban, por ejemplo, que ningún liberal podía llamarse cristiano. Creo que es también el origen de mi propio interés por hacer algo significativo por los demás.
Convertirse en sacerdote, antes de terminar sus estudios, sería otro proyecto que mi padre no llegaría a ejecutar, pero no por la intercesión de mi abuela o de Octavio, sus “ángeles guardianes”, sino por la discriminación de la iglesia hacia los hijos “naturales” o bastardos. Como mi padre solamente tenía el apellido de mi abuela, su registro civil lucía como el de muchos hijos extramaritales, motivo suficiente para ser rechazado como seminarista. Viendo en retrospectiva y conociendo que mi padre la pasó muy bien en compañía de las damas en los años posteriores, me atrevo a dudar de su constancia en el apostolado clerical.
[1]Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (Colombia), ed. ¡Basta ya! Colombia, Memorias de Guerra y dignidad: Informe general. Segunda edición corregida. Bogotá: Centro Nacional de Memoria Histórica de 2013.
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