No hay actividad humana que nos acerque tanto al cielo o al infierno como lo hace el sexo. Fin o medio para expresar amor o liberar los propios demonios, el sexo ha sido desde siempre el cetro dogmático de religiones y cultos iniciáticos en todo el mundo y a la vez al tenaza con la cual controlar y aprisionar a sus creyentes.
Debo hablar de la visión ancestral de mi pueblo con respecto al sexo y lamentablemente, debo hacerlo comenzando por reconocer que en él, así como casi en todas las culturas indígenas que perviven, se reproducen los dramas de manipulación y temor que existen en occidente. Hemos sido cruzados por la religión de los santos y sus aberraciones, por los cultos de misterio de los avatares y sus abusos, y también por los gimnastas sexuales de oriente con su tantra.
Seguimos adorando el semen como al elixir de los dioses que nos convertirá en superhombres y despreciando la sangre impura de la menstruación que obliga a las mujeres a ocultarse o alejarse, mientras contenemos nuestras ganas en un mundo hipócrita sexualizado y vergonzante de su naturalidad.
Kubuta Okasa
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